Infancia ambulante

Foto: Diario Rombe


Y me preguntaron si tuve infancia.

Sí, entre palanganas y platos rotos, como juguetes,

Esos en los que derramaba cada gota de lágrima,

cuando no quedaba más que obedecer

y dibujaba el sol como un juguete

que al lavarse podía desvanecer.

 

Incluso “niño negro” goteaba en lágrimas

cuando no podía más que obedecer a la fuerza suprema

que la dirigía hacia mis nalgas.

Y esa fue mi infancia. Esos son mis recuerdos;

una memoria de lo que fue

antes de que pudiera ser.


Un hogar donde papá nunca sonreía.

Y aprendí que no estaba permitido sonreír porque, obviamente,

débil ante los demás, me hacía.

Un hombre bantú, guerrero por una capa de lava,

hombre de corazón de piedra infranqueable

no podía permitirse la debilidad que suponía una sonrisa.

 

Y para cuando descubrí la alegría,

la tristeza ya tenía su altar en mi alma.

Entonces, no quedaba nada que hacer:

mi pasado había hipotecado ya mi futuro

y el arrepentimiento se quedó en una sonriente lágrima prohibida,

ésa que, igualmente, era mi consuelo, mi escarmiento

de haberlo hecho todo “mal”.

 

Tanto que, frente a mi mayor miedo, miedo volví a sentir,

Tanto que, de apariencias vivía.

Maldita la alegría que me rodeaba,

maldita la felicidad que conmigo se negó a ir de bodas…

 

Benditos los ratos de silencio cuando mi alma

en el desierto de mi vida se encontraba,

bendita la soledad porque sólo ella, en realidad,

conocía el ángel que el lobo, en público, se comía;

dichosa la piedad que evitaba lastimarme,

bendito el amor propio que me alejó del suicidio.

 

Benditos los llantos de aquel bebé con el que nunca jugaba,

dichosas las lágrimas de aquella mujer que, en público, nunca besaba.

A pesar de mi desdicha, el suicidio perdía sus curvas excitantes

y la clamé por la esperanza tardía

y las promesas con tantos peajes en dudas.


Cayetano Nchuchuma, Elma Mangue y Rafeal Enzema.

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